Quizá lo que mi abuela nos contaba había sucedido mucho tiempo atrás, tiempo en que aún no pisábamos la tierra. Decía que cuando la noche impedía ver hacia la loma aparecían luces que flotaban sobre las parcelas.
Pero que no eran luciérnagas que anduvieran volando sobre los espinos y los encinos. No. Decía la abuela que no era cosa buena, porque al mirar hacia esas luces flotantes por su cuerpo recorría un escalofrío. Y eso indicaba que era cosa mala. Entonces la piel se nos ponía chinita, chinita; contaba la abuela.
Mejor ya no sigas, abuela. Trataba de impedir Clara. Síguele, cuéntanos más, alegaba Pedro. ¡Ya no! que voy a soñar con eso; decía Carmelita. Carmelita era la más miedosa de los tres. Y no había luz. Dentro de la casa y de los cuartos se alumbraba con bombillas y así nacían las sombras en las paredes. Y la abuela agarraba el vuelo para seguir contando.
Una de esas noches en la que empezaba el viento a soplar tuvo que salir al patio porque sus gallinas estaban inquietas, algo o alguien, relataba la abuela, andaba cerca del corral. No había nadie más en casa, el abuelo había salido al pueblo y era la hora en que no llegaba, ya era tarde.
Detrás de un montón de tablas la abuela veía. Una de las luces que se veía en los potreros había llegado hasta el corral de las gallinas. Se cree que las aves se habían dado cuenta que algo extraño sucedía dentro de ese espacio. Todas cacaraqueaban, aleteaban. La abuela contó que no se atrevió a llegar hasta ahí, ni siquiera hasta la cerca. No. Empezó a tener miedo, estaba sola y algo grave estaba sucediéndole a sus gallinas. Sólo una luz pequeña flotaba encima de los cuerpos.
La abuela se encogió y se tapó los ojos, quería dejar de escuchar la bulla, nos contó que se quedó dormida cerca de los tablones, ahí la encontró el abuelo. Había silencio, como esa quietud que se percibe momento después de haber pasado la tormenta. Durmieron los abuelos.
Poco antes del amanecer el único gallo que vivía en el corral no cantó, tampoco cacaraquearon las gallinas, había silencio. Era la hora de llevarles un poco de maíz. No había nada. No estaban las gallinas, tampoco plumas sobre el suelo, no había rastro de que alguien hubiera entrado por la puerta del enrejado. Algo malo vino anoche, pensó la abuela. En silencio entró a su casa, se dirigió a la cama y se acostó. Su cuerpo estaba frío.
Nadie hablaba. La noche estaba fría. Apaguen la vela y duérmanse; ordenó la abuela.
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Fuente: Diario de Xalapa